Cuando Alberto Ezalburu heredó de su padre la finca Las Nieves, allí no había más que un montón de ruinas. En aquellos terrenos llegó a erigirse un cenobio de la Orden Dominica,
pero el abandono de siglos terminó por echar a tierra la iglesia y el convento que un día habitaron los frailes. El padre de Alberto acondicionó algunas dependencias para su uso, pero el resto yacía en el suelo, abandonado e informe. Alberto no era hombre de hacer las cosas a medias. Cuando acometía una empresa la abordaba con una ilusión desbordante y un tesón admirable, y en los años ochenta del siglo pasado decidió que cada piedra se alzara de nuevo donde fue puesta muchos siglos antes. Parecía una quimera, pero Alberto jamás aceptó que nada fuera imposible. Se rodeó de los mejores en cada oficio y obró el milagro de convertir aquella escombrera en una de las rehabilitaciones monumentales más extraordinarias que se han hecho en España en mucho tiempo. Su queridísima esposa Lula, la transformó además en un hogar cálido, acogedor y bellísimo. Como ya tenía casa en Toledo, decidió que tenía que ser un buen toledano y, al constituirse la Real Fundación de Toledo, Alberto se unió a ella desde el primer día para ser útil a su ciudad desde esa institución; y lo hizo como tenía por costumbre, como hizo con Las Nieves, entregándose sin reserva, sin reparar en esfuerzos y sin creer que nada fuera imposible. Fue allí, en la Real Fundación, donde tuve la suerte de conocer a Alberto Ezalburu. Fui testigo de cómo esa personalidad arrolladora era capaz de embarcar en las empresas más osadas a quienes tenían más renuencia que entusiasmo. Pude ver cómo su generosidad sin límite hacía posible que muchas joyas de nuestra ciudad volvieran a tener lustre o no sucumbieran a la incuria y el abandono. Le interesaban las piedras, sí, pero le preocupaban más las personas, y por ello concibió y llevó a cabo el proyecto de que las monjas de clausura que habitan en los conventos de Toledo tuvieran las mínimas comodidades acordes con nuestros tiempos. Alberto era un hombre noble, pero no por sus títulos o sus ancestros, sino por ser un ser humano franco y leal, generoso en extremo, humilde, cortés y cariñoso con todo el mundo. Jamás le vi alzar la voz ni pronunciar palabra gruesa en ningún trance. Era inteligente y curioso. Le interesaba más el futuro que el ayer, que es lo que caracteriza a la juventud, y por eso su espíritu fue el de un hombre joven hasta sus últimos días, aunque su cuerpo fuera cada vez perdiendo fuerza y su vista fuera nublándose. Recordaré siempre las muchas conversaciones que tuve con él en las que, sin pretenderlo, mostraba su gran cultura y buen criterio. De él recibí grandes consejos, ánimos fortificantes cuando me hicieron falta, y un cariño enorme. No olvidaré jamás su eterna sonrisa y su mirada limpia. La sonrisa y la mirada de un hombre justo y bueno. Descansa en paz amigo Alberto.
FUENTE DIARIO ABC: