Día tras día, la pandemia del COVID-19 continúa cobrándose vidas, infectando a miles de personas, transformando las dinámicas sociales e impactando trágicamente en los sistemas de salud y en la economía
mundial. Aquí no pretendo, sin embargo, enfocarme en la grave crisis sanitaria (que ya está en manos de expertos), sino en dos efectos colaterales por demás peligrosos, pero subestimados en el debate público: el autoritarismo y la discriminación.
Ante todo, es necesario aclarar que no estoy discutiendo la gravedad de esta pandemia. Un cierto miedo ante esta crisis sanitaria es completamente justificado. Mi tesis no pretende refutar esta premisa; todo lo contrario, la asume como verdadera y la toma como punto de partida.
La historia mundial nos ha mostrado que un pueblo asustado (incluso justificadamente asustado, como es el caso) es mucho más vulnerable en dos sentidos diferentes.
En primer lugar, un pueblo con temor es más propenso a aceptarle al Estado prácticas coercitivas sumamente restrictivas de derechos constitucionales y libertades individuales. Por supuesto, no hace falta ser ingenuos. Es obvio que situaciones de cierta gravedad justifican medidas políticas que, en situaciones normales, serían injustificadas. No pretendo desafiar esta obviedad, sino simplemente llamar la atención acerca de la necesidad de estar alerta, porque estas crisis suelen ser buenas excusas para afianzar y naturalizar prácticas que pueden convenirles a los gobiernos, siempre tan deseosos de acumular poder y centralizar el control, pero resultar opresivas para la ciudadanía.
Hoy, el Congreso no funciona y la Justicia funciona parcialmente. El poder del Estado lo ejerce mayormente una sola persona, el Presidente, y en menor medida los gobernadores locales. Hoy, los derechos como la propiedad, reunión, circulación y residencia, entre otros, se encuentran severamente restringidos. Hoy, el único control que hay es el del periodismo, en muchos casos con una responsabilidad republicana impecable, y en otros de manera lamentable, casi encontrando divertida la etapa autocrática que se está atravesando.
Hoy, en definitiva, la República está en buena parte ausente. Las medidas que se tomaron pueden estar justificadas (así lo indican los expertos médicos), y debemos acatarlas. Mi punto es que, si creemos que el sistema republicano es valioso, hay buenas razones para estar alerta y, sobre todo, conscientes de la irregularidad de la situación. Puede parecer algo obvio, pero en la práctica no lo consideramos. Por ejemplo, el Presidente puede decir en TV, para todo el país, que a las personas que vengan del extranjero las van a “encerrar con mucha cordialidad “, y bromear al mismo tiempo con la complicidad del recinto, sin que a nadie le parezca extraño que esta medida sea motivo de broma. Que el Estado se vea en la necesidad de encerrar a personas que no cometieron ningún delito, incluso si está justificado, debe generar pesar, no risa.
En segundo lugar, un pueblo con temor puede sacar a la luz muchas miserias. La discriminación es un buen ejemplo. Algunos escrachan a quien vuelve de viaje, incluso cuando está respetando la cuarentena, diciéndole “apestoso”. Otros intimidan a médicos y enfermeros que viven en el mismo edifico, para que se muden y no los contagien. Varios estigmatizan a personas que tuvieron el virus y a sus familiares.
La relación entre enfermedades y discriminación, por supuesto, no es nueva. Ocurrió a principios de los 90 con el Cólera, al vincularlo con “personas sucias”, ignorando que se debía a problemas estructurales que tenían más que ver con la incapacidad del Estado para prestar servicios básicos que con costumbres poco higiénicas de los ciudadanos. Sucedió con el HIV en los 80, y en buena medida en la actualidad: en lugar de considerarlo una condición crónica tratable, muchos insisten en vincularlo con “prácticas inmorales”, casi como un castigo merecido. El miedo, la ignorancia y los prejuicios son el caldo de cultivo para prácticas discriminatorias. No dejemos que ocurra con el coronavirus.
La pandemia es en sí misma un problema de gravedad, pero los efectos colaterales políticos y sociales deben también ser tratados con seriedad.
Ezequiel Spector es profesor de la Escuela de Derecho de la Universidad Torcuato Di Tella.
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