Coronavirus, crisis o cuando las deudas vienen marchando

Cada ser humano en la Tierra debe 32.500 dólares, un rojo que nace del extraordinario crecimiento de la deuda pública y privada, tres veces el tamaño del PBI global, unos 225

billones de dólares antes incluso de la crisis del coronavirus. Hoy debido a la enfermedad esa cifra ronda ya los 253 billones según la titular del FMI Kristalina Geoergieva, empinando aún más el quebranto individual. Vale notar que el Producto Bruto de EE.UU. es de unos 22 billones de dólares o que el de Argentina es la mitad de un billón para comprender el tamaño de aquella cifra. En esta crisis de cajas chinas que experimenta la humanidad, en la que al abrir una aparece otra y una más en la siguiente, en una continuidad interminable, esta bomba de tiempo de la deuda pierde por momentos visibilidad pero es el desafío que más presionará, no solo en la economía, a los dos mundos de la aldea global, el norte y el sur, después de concluir el drama de la peste.

¿Cuál es sino la razón por la cual la unión Europea lanza un paquete de rescate de más de un billón y medio de euros a tasas insignificantes y sin que medie una contraparte de ajustes? La intención de ese auxilio es diluir el nuevo exceso de rojos que alimenta la crisis que según el FMI agregará este año otros 6 billones de dólares. Un par de semanas atrás, justamente, la deuda soberana de EE.UU. superó por primera vez en su historia, la marca de los 25 billones, es decir el 117% de su PBI. Si gusta el juego de cortar esos números en la billetera de cada uno, los norteamericanos deberían hoy casi 75 mil dólares por cabeza.

La ausencia de ajustes en la versión europea es un indicador de la importancia política de la etapa. En el pasado la presión para rendir esas obligaciones se ha traducido en recortes jubilatorios, salariales y de condiciones laborales. Esa ortodoxia ha generado la consecuencia de imprevisibles movimientos políticos que surgieron tras la crisis del 2008 y que llenaron el mundo de populismos extremistas, en general desde la ultraderecha pero también de una supuesta izquierda.

Ese miasma abrió la puerta a estructuras nacionalistas que han emergido especialmente con las guerras comerciales que centraliza EE.UU. o con el Brexit británico. El norte de Italia, el sur de Alemania, Polonia o Hungría, entre otros, abundan en esos ejemplos de un mundo cada vez más autoritario y en litigio moral. Pero el dato más relevante es que fulminó la brújula mundial que se expresa en un retiro sin precedentes de un liderazgo que fije parámetros y aleje la anarquía. Es por eso que cuando se habla de economía no se trata de números fríos o negociaciones de gabinete, sino de la estructura de la que surgirá la política cotidiana y el parto de nuevos liderazgos que nos regirán a todos nosotros. O dicho de otro modo, si es la economía la que produce la política se trata de producir otra economía para intentar variar el rumbo de esos efectos sociales.

Que un sector del establishment y algunas superestructuras del norte mundial adviertan esto apenas 12 años después de haber hecho lo contrario, es todo un dato de hasta qué punto muchas de las reglas que se creían intocables están hoy en cuestión por el peligro que suponen. Se revela en la mutación de líderes como la alemana Angela Merkel, una conservadora que brilla menos por sus condiciones indiscutibles que por la soledad global en la que reina y que parece haber advertido con claridad que no hay lugar para sus antiguas banderas de austeridad inclemente. Son los liderazgos transformadores de los que habla el politólogo Joseph Nye en contra de los que intentan surfear la crisis con un salvavidas individual. O lo que más precisamente, otros académicos definían como la capacidad de cambio que determina a los líderes con visión histórica.

En ese sentido, debido a las características de su gobierno, en Estados Unidos el escenario profundiza menos que alivia las grietas que se abrieron significativamente a finales de la década pasada y se agudizaron con la pandemia. La empinada montaña de desocupados, camino a los 40 millones en apenas una semanas que acumula la parálisis de la economía por la enfermedad, abre un abismo social del que pocos se hacen cargo. En Norteamérica la asistencia sanitaria está ligada al empleo. En medio de este drama del virus, un desocupado pierde ese derecho en cuanto queda en la calle. Solo le queda el seguro de desempleo, pero como la cifra de desempleados se agiganta de modo geométrico ese costo fiscal para el Estado crece en proporción directa. Pero el senador republicano Lindsey Graham, presidente de la comisión de Asuntos Jurídicos de la cámara, fue una de las voces del oficialismo que ya advirtió que no se permitirá una mayor ampliación de esa prestación crucial.

El Premio Nobel de Economía, Paul Krugman

El Nobel de economía Paul Krugman al recordar esa advertencia de Graham , repudió que “se oyen quejas de que el gasto en cupones de alimentos (que se brindan a familias carenciadas, en crecimiento por la crisis) y prestaciones por desempleo aumenta el déficit. Y sin embargo, a los republicanos nunca les ha preocupado el déficit presupuestario. Demostraron su hipocresía al aprobar tranquilamente una enorme rebaja tributaria en 2017 y no decir palabra mientras el déficit crecía. Pero es igualmente absurdo quejarse por el costo de los cupones para alimentos mientras seguimos ofreciendo a las grandes empresas cientos de miles de millones de dólares en préstamos y avales de préstamos”. Una de las razones, esa ayuda extraordinaria, por las cuales la Bolsa norteamericana ha exhibido en esto días de pesadilla crecimientos inusitados debido al entusiasmo por ese torrente de dinero fiscal dirigido a las cajas corporativas.

Aquel salto de la deuda soberana norteamericana hasta los 25 billones de dólares se produjo después de que el gobierno de Trump anunció la emisión de nuevas obligaciones por tres billones de dólares como reacción a la paralización de la economía. Ese monto récord duplica los 1,28 billones que la administración republicana había emitido ya en el pasado año fiscal que finalizó el último día de setiembre último, antes de la peste. Esas enormes sumas no resuelven las deformaciones sociales. El único auxilio sanitario que le queda a la gente que pierde su empleo, es el endeble sistema heredado del pasado gobierno demócrata, el Obamacare, una legislación que obliga al Estado a brindar coberturas de salud a los necesitados. Pero como recuerda el propio Krugman, el gobierno de Trump sigue empeñado en que esa ley de Barack Obama sea declarada inconstitucional.

Todas esas estrategias son una forma de default de las varias que existen, un término que no implica solo y llanamente la ruptura de los acuerdos de pago de deuda de países o empresas. También se defaultea internamente cuando los Estados abandonan sus obligaciones. En varios países europeos la ventaja relativa frente al desafío de la enfermedad ha sido que los sistemas públicos de salud han funcionado. Suecia, por ejemplo, que se ha vuelto de moda ente los argentinos, es una nación de la órbita capitalista cuyo Estado financia el 95% de los gastos médicos. Esa responsabilidad fiscal no obsta que en Suecia cuyo PBI de unos 556 mil millones de dólares es un poco superior al nuestro, el ingreso anual per capita alcance los 54 mil dólares contra los alrededor de 10.000 dólares de promedio en el mejor de los casos en nuestras playas.

La jefa de gobierno alemana Angela Merkel, refefrente mundial. EFE

Las deudas crecientes de los países del norte mundial y de la periferia se producen cuando el gasto supera a la recaudación, de modo que los gobiernos deben pedir prestado para cubrir ese déficit. Las grandes catástrofes, como la actual, impulsan lógicamente los rojos porque los gastos se multiplican. El problema es que cuanto más altos son los niveles de endeudamiento, mayor es el riego de incumplimiento y ese quebranto, aún en la amenaza, agudiza las tensiones sociales y la pobreza que en los países periféricos, son, además, disfunciones precedentes a la actual crisis.

El tamaño del cataclismo que sobrevuela en especial al mundo emergente, hace más notable la ausencia señalada de una dirección global. No hay potencia a cargo, ni G-20, ni Naciones Unidas, ni una convocatoria multilateral para ver cómo se resuelve un problema que es de todos y del cual, este de la deuda que relatamos aquí, es de lejos, el más explosivo y, en muchas comarcas, el más agobiante.

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