Mi tío Fernando Dorado

No nací en Toledo –ya me gustaría presumir de toledano de origen y no solo de corazón– que lo hice en Larache pero inundado de la sangre de un toledano hasta la

médula como era mi padre. No nací en Toledo –que lo hice al otro lado del mar- pero mis primeros pasos, mis primeros recuerdos arrancan por las calles y las casas de esta ciudad de mi infancia a la que llegué con tan solo nueve meses de vida. De Larache recuerdo, sobre todo, el olor y el sabor del mar, de cuando veraneábamos allí, hasta el verano del 53… vacaciones interrumpidas, a mis tres años, el 9 de septiembre, por el arrasador incendio del negocio familiar, Muebles Palomino. Poco después conocí a mi tío Fernando. Mis primeros recuerdos toledanos, intercalados al principio con ráfagas de los veranos en Larache, traen a mi memoria el mirador de mi primera casa en la Calle Jardines, mis primeras «la p con la a» en los Maristas, la fascinación de las calles nevadas cada invierno, las enormes tenazas del Dr. Dimas Ibañez acercándose a mi cara a la caza de mis amígdalas, mis juegos con el aro en el parque del Tránsito, el cestillo colgando del balcón para el huevero, los voceadores del hielo y las «chuletas de huerta» y mi tío Fernando. A decir verdad, esos primeros recuerdos no guardan la clara imagen de que él estuviese a punto de casarse son mi tía Malela en la catedral, como pude celebrar meses después. Fernando era ese señor tan serio y, al mismo tiempo, tan amable, al que encontraba en mi casa, al volver del colegio, tecleando en una negra Smith Corona lo que mi padre había manuscrito en unas cuartillas. Cuando, al entrar en casa oía el repiqueteo, me faltaba tiempo para subir, escaleras de madera arriba, al altillo en el que mi padre había habilitado su despacho. Me fascinaba la velocidad de sus dedos al moverse sobre el teclado, el sonido de los tipos golpeando el papel, el cremallereo del carro al volver a su inicio, pero sobre todo, el agudo de esa campanilla avisando del inminente cambio de línea. Nunca me impidió toquetear la máquina, a pesar de que le malogré más de un folio a medio trabajar. Cada uno de esos encuentros sirvió para trenzar los primeros nudos de nuestra futura vida. Pocos años más tarde, mi tío Fernando pasó a ser para mí color y olor a óleo; descubrí su pasión por la pintura y su maestría para congelar en un lienzo la luz dorada de los atardeceres toledanos y sus reflejos en las aguas del Tajo. Fue mi maestro también en la pintura, me enseñó a usar el carboncillo, a mezclar en la paleta y a dejar que la espátula o el pincel me ayudaran a enseñar lo que mis ojos veían. Pasé horas con él, rodeado por el olor a óleo y aguarrás, en su estudio, salí con él al Valle a observarle pintando paisajes toledanos, le acompañé en el Museo del Greco mientras reproducía los penetrantes ojos de los apóstoles… Hace ya muchos años —creo que mi último dibujo es del 69— que no he vuelto a pintar ni a dibujar, pero recuerdo muchas veces, al sostener mi Canon en las manos, sus palabras sobre el encuadre, la luz y las gamas de colores. Salí de Toledo en el 60 perdiendo la coteidaneidad del contacto con él durante mi adolescencia. Crecí, viajé, me casé, tuve hijos y nietos y, en algún momento de esos tiempos de distancia descubrí al escritor. He disfrutado leyendo y comentando con él sus crónicas toledanas y correspondí, mínimamente, a su labor docente enseñándole a manejar su ordenador portátil y a conectarse con el mundo a través de Internet y del correo-e. Fui su «Help-Desk» a distancia, a quien acudía –y no eran pocas veces– cada vez que la tecnología se le rebelaba. Su portátil se convirtió para él en la pieza fundamental para crear y enviar sus colaboraciones a «Artes y Letras». Cuando la mala fortuna de su primera rotura de cadera hizo que, en la primavera de 2015, se quedase sin la suficiente energía física para seguir «manejando» a mi tía y acordásemos que ambos se trasladasen a la residencia, decidió — por alguna razón que nunca supo explicarme — dejar su portátil en casa y quedarse, por tanto, sin su herramienta de trabajo. Varias veces le intenté, sin éxito, convencer de que tenía que recuperar su ordenador para no dejar que se apagasen su impulso creativo ni sus hábitos de escritura; todo ello hasta que, en una de mis visitas en junio, me enseñó un artículo manuscrito sobre Santa Teresa y me dijo: «Angelito, ¿A ti te importaría escribir este artículo y mandarlo a ABC?». Se me iluminó el alma…podría hacer para mi tío Fernando lo mismo que yo le vi hacer para mi padre en mi infancia. Así se lo dije y así mis manos fueron polea de transmisión, entre su boli y el correo-e, de 43 artículos —desde Santa Teresa hasta el Cardenal Segura— que me han sabido a muy poco. Cada vez que, al menos una vez al mes, viajaba desde Mallorca y le visitaba en la residencia, tenía manuscrita su siguiente colaboración, que me entregaba y comentábamos entre ese aluvión de recuerdos que guardaba en su memoria sin fondo. Estuvimos juntos, por última vez, en febrero y, desde entonces, el coronavirus me arrebató, primero, nuestros encuentros y finalmente a él, a mi único y querido tío, a nuestra ilusión compartida por volver a sentarnos en la residencia con una nueva colaboración para «El Cultural» entre manos. Como decía María José Muñoz en el último Artes y Letras, mi tío Fernando nos ha hecho el regalo de un artículo inacabado que yo había de recoger en ese próximo encuentro que nunca será.

FUENTE DIARIO ABC:

https://www.abc.es/espana/castilla-la-mancha/toledo/centenario-quijote/abci-fernando-dorado-202005212020_noticia.html

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