Gracias a la impunidad del barbijo, cruzamos una de esas miradas fulminantes con la chica que venía de frente marchando al paso vivo que nos dio la pandemia.
El antifaz puesto hace que los ojos se vuelven protagonistas como nunca. Es más, cumplen su función sin revelar del todo la identidad del usuario.
Cuando estuvimos hombro a hombro, detrás de su tapabocas con motivos floreados, se escuchó un “hola” suave, imperceptible. Decidí seguirla. Como buen caballero, si ella aceleraba más de la cuenta, pegábamos la vuelta. Pero no. Se detuvo y nos enfrentó con el sol amarillento reflejándose en sus pupilas. “Sacate el barbijo”, pidió en un tono imperativo. No puedo, no está permitido, le dije. “Dale… ¿para qué me seguís entonces?”. Quedé mudo hasta que por fin se me ocurrió algo: si me lo quito, ¿vos también te lo sacás? “No sé, primero hacelo vos”. Desanudé el modelo incómodo que suelo usar, y lo retiré de mi cara en un solo movimiento. Estoy violando la cuarentena, le dije. Supongo que sonrió porque advertí una tendencia en su cara. Se quedó mirándome sin decir nada. ¿No le gustaba lo que veía? ¿Me prefería con el barbijo puesto?. “¿Querés que ahora te muestre yo?”. Sí, respondí en un hilo de voz. Entonces posó la uña esmaltada del dedo índice en la tela, y con mucha suavidad la fue retirando hasta que se le vio la nariz. Antes de llegar al labio superior, volvió a subírsela con idéntica serenidad. Enseguida repitió la maniobra.
Cuando por fin el paño quedó otra vez a la altura de la boca, terminó el procedimiento sacándoselo con una lengua más larga que todo su cuerpo. w
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Clarín
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