Por Javier Ortíz Batalla (*)
La intervención por un decreto de necesidad y urgencia del Grupo Vicentin ha generado críticas a su legalidad ya que dio fin al proceso
concursal. Pero también se ha generado temor por las consecuencias futuras de dicha decisión por los juicios contra el Estado que puedan surgir por parte de sus legítimos (aunque concursados) dueños.
La referencia por parte de alguno de los actores intervinientes (como los vertidos por la Senadora Anabel Fernández Sagasti (FPV Mendoza) a conceptos como “soberanía alimentaria”, o más aún la posible “nacionalización” del comercio exterior de los productos agrícolas ha producido una inquietud de gran magnitud. A su vez nos retrotrae a políticas similares implementadas en nuestro país en el pasado.
La Argentina sufrió entre 1929 y 1933 una fuerte crisis producto de la Gran Depresión: una contracción económica de alcance mundial y de una magnitud inusitada. En reacción a dicho fenómeno primero el General José Félix Uriburu, y luego el Presidente Agustín P. Justo, pusieron en práctica una serie de medidas destinadas a aminorarla que contenían una fuerte dosis de pragmatismo.
Así, luego de haber abandonado la Convertibilidad en 1929 (con Yrigoyen), se impuso un control de cambios (1931) y, por primera vez en el siglo, la autoridad monetaria de entonces (la Caja de Conversión) emitió dinero sin respaldo, primero para auxiliar al atribulado sector privado y finalmente en 1932 para financiar a las golpeadas arcas del gobierno (55% de sus ingresos provenían de impuestos al comercio exterior que se habían desplomado).
Medidas fiscales excepcionales, como una reducción general de los salarios del sector público y la aprobación de nuevos impuestos, equilibraron progresivamente las finanzas del sector público y así Argentina fue uno de los pocos países que pudieron afrontar regularmente sus obligaciones externas, mientras se lanzaba un importante plan de obras públicas.
En 1933 una devaluación del tipo de cambio oficial y la legalización de un tipo de cambio para las operaciones financieras dotaron al mercado cambiario de una mayor dosis de normalidad. El sistema financiero fuertemente traumatizado, fue saneado y en mayo de 1935 el nuevo Banco Central, creado como una entidad mixta, abrió sus puertas.
Fue en este contexto que el Presidente Justo creó distintas Juntas Reguladoras (de Granos, de Carnes, de la Yerba Mate, de Vitivinicultura, de la Industria Lechera) que desarrollaron una acción de sostén a distintos sectores.
Pero fue luego de la Segunda Guerra Mundial y, en particular, con el golpe nacionalista de 1943, que la acción del Estado se intensificó. En un mundo en el que debido a la Guerra se habían generalizado los controles (Argentina había impuesto un control de precios ya en 1939), el gobierno del General Juan Domingo Perón en 1946 estatizó el Banco Central, centralizó todo el crédito bancario (la llamada “nacionalización de los depósitos”, que en 1949 recibieron aprobación constitucional) e impulsó el Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio (IAPI), un organismo creado en 1946 y destinado a monopolizar todas las transacciones externas de la Argentina.
La soberanía alimentaria no había sido un criterio aplicable a la Argentina ni siquiera durante la Guerra (1939-1945), pues el país era una potencia en la producción agropecuaria. Era un concepto tal vez aplicable a países importadores de este tipo de bienes en un contexto de Guerra, con el transporte interrumpido y el comercio implementado por una multitud de acuerdos bilaterales. Fue, sin embargo, un sustrato para su creación la “fobia” nacionalista contra todo lo extranjero, muy difundida en el mundo por los gobiernos autoritarios de décadas anteriores, y exacerbada por Perón.
Así el IAPI monopolizó desde 1946 y hasta 1955 la comercialización agrícola desplazando a un conjunto de empresas privadas ocupadas en la cuestión (como Bunge & Born) a las que luego tuvo que recontratar ante las dificultades del organismo en cumplir con su tarea.
El intento de fijar precios por encima de los del equilibrio en los mercados mundiales, le llevó a perder mercados de gran importancia para la Argentina y a realizar muy malos negocios en otros. El deterioro en la producción agrícola no tardó en llegar y con él, en 1949, la primer crisis cambiaria con alta inflación de la Argentina.
Nunca fue tan grande la diferencia entro los valores abonados a los productores y los valores internacionales. El campo perdió posiciones relativas en los mercados agrícolas mundiales, y, producto de sus malos negocios, el IAPI se transformó en la fuerza principal detrás de la expansión del crédito (centralizado desde 1946 por el gobierno) y por tanto, de una inflación que supero el 30% anual.
El déficit fiscal que ya alcanzaba a 15% del PIB, producto de un crecimiento exorbitante del gasto se financiaba para entonces con las superavitarias nuevas cajas previsionales, comprometiendo el futuro de esas generaciones. Con un mercado de capitales descapitalizado, y un fuerte proceso de desmonetización que incluyó la reducción entre 1946 y 1955 de 12 puntos del PIB del total de depósitos, la única fuente de financiación restante era la emisión del Banco Central, para entonces una mera oficina dependiente del Tesoro.
Atrás había quedado un país que desde principios del siglo XX gozaba de nivel de precios estables, alto crecimiento y reservas internacionales en abundancia. Tibios intentos luego de 1952 por restablecer el equilibrio del sector, no tuvieron fuerte impacto y la Argentina arrastró una escasez de divisas para una industria que orientada al mercado interno, se paralizaba cuando las divisas requeridas para abonar los insumos importados se hicieron escasas.
La restricción de divisas también trajo aparejada la falta de capital, obsolescencia tecnológica y naturalmente, estancamiento. Los informes producidos por Raúl Prebisch a pedido del nuevo gobierno luego de la revolución, presentaron una cruda descripción del desastre producido (aunque no exclusivamente) en el sector agrícola.
Llegado este punto, el sentido común, parece indicar que lo que fue una mala idea en la década de los cuarenta, es hoy una propuesta anacrónica, que si no fuera por otros dislates por los que ha transcurrido la política económica Argentina durante décadas, no podría ser tomada seriamente en consideración por nadie con una formación elemental en políticas públicas.
(*) Investigador Centro de Historia Económica Ucema. Ex presidente del Banco Ciudad de Buenos Aires
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