A primera vista, lo suyo podría parecer una contradicción: en plena Segunda Guerra Mundial un muchacho de 24 años se alista en el Ejército de los Estados Unidos pero no está
dispuesto a disparar ni una bala. Hijo de un pastor de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, Desmond Doss hizo suyas desde muy chico las creencias predicadas por su padre, especialmente la de “No matarás”.
Es un objetor de conciencia, aunque él prefiere definirse como un “cooperador de conciencia”, capaz de servir en simultáneo a Dios y a su país. El hecho de haberse presentado como voluntario y su militancia religiosa hacen que, en vez de someterlo a un consejo de guerra, se lo asigne al cuerpo médico de la 77° División de Infantería. Okinawa es su destino.
En mayo de 1945, los marines despliegan un ataque anfibio a la isla de Ryukyu, para tomar una posición japonesa sobre un acantilado de 150 metros. Pero los japoneses los estaban esperando. Sus compañeros caen bajo el fuego enemigo.
Arriesgando su vida, llevando a veces a la rastra hasta cuatro o cinco, llega a salvar a cien soldados. Sin proponérselo, Doss se convierte en héroe. Quienes hasta ese momento lo miraban con recelo ahora lo respetan y admiran. La metralla de una granada impacta en sus piernas; un balazo en el brazo le fractura un hueso y por primera vez toma entonces un fusil… para improvisar un entablillado.
Sobrevive a la guerra y sus penurias, a algunas enfermedades posteriores, a la muerte de su primera mujer. Le rinden homenajes y se convierte en el primer objetor de conciencia en recibir la Medalla de Honor del Ejército de los Estados Unidos.
Sin traicionarse, Doss encontró un atajo que le permitió congeniar sus dos grandes objetivos. A veces sólo se trata de buscar el atajo.
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Clarín
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