El viaje de Emilio (parte 1)

le costó el puesto. Era jefe en la Unión Telefónica, que luego se llamaría Teléfonos del Estado y más tarde Entel.

También tenía la concesión de la confitería del club Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires (GEBA). Ahí le hicieron la guerra hasta que lo sacaron. Se puso un estudio contable en Sarmiento y Junín. Y se lo prendieron fuego. Llegó un momento en el que no podía conseguir trabajo en ningún lado. Pasó dos meses por lo que hoy sería en Registro de las Personas. Lo descubrieron y lo limpiaron. No cumplir el luto tenía ese precio.

Fue entonces cuando vio en un diario un aviso para la fábrica Kami. Quedaba en Barracas, Azara 750, y se presentó. Era para hacer una auditoría en un aserradero de Tierra del Fuego. No sabía cómo viajar, pero aceptó. Un amigo le consiguió ropa aeronáutica para el frío, y se fue. Estuvo seis meses en la isla. Regresó encantado. Y les dijo a Raúl, Jorge, Guille, Pablo y Patricia, sus hijos, que se prepararan. “Vamos a vivir ahí”.

Ercilia, esposa y madre todoterreno, empezó a tramitar los papeles de sus cinco chicos, que iban a un colegio de salesianos. “Señora, ¿usted sabe dónde se va a ir? Perdóneme, pero eso es el culo del mundo”, le dijo el cura. El vuelo al sur, hace 62 años, fue una historia aparte.

Cuando cumplían cuatro meses en Tierra del Fuego, bajó al pueblo, a buscar cartas al correo y se encontró al mismo religioso. “¡Padre! ¿qué hace acá? ¡Es el culo del mundo!”, le soltó, sorprendida. “Y sí, m’hija, miré dónde me mandaron”, respondió el hombre, que años más tarde sería el obispo de toda la Patagonia. Una ironía divina.