Gina Luster mostraba hace pocos años una bolsita de plástico que guardaba en el baño de su casa, colmada de cabellos negros, enfermos, quebradizos. “Es el pelo de mi hija, se le cae
por el plomo”, contaba a Clarín.
Como su niña, que tenía entonces 8 años, la mujer, de 42, ocultaba su cabeza casi desnuda bajo un gorro de lana. Al recorrer la casa que ambas habitaban en este rincón de la América Profunda, se veía que algo no andaba bien. Había packs de botellas de agua mineral apilados, filtros en todas las canillas, filtros en la ducha, filtros en los vasos y hasta sorbetes con filtros para que la nena llevara a la escuela.
Decenas y decenas de medicamentos se amontonaban en las alacenas: para el dolor de huesos, para la picazón, para detener la caída del pelo, para los dolores de estómago, para abrir el apetito, vitaminas de todos los colores y también tranquilizantes para poder sobrellevar el infierno en el que se ha convertido sus vidas.
El de Gina y su hija Kennedy es solo uno de miles de casos en Flint, una ciudad de 100.000 habitantes en Michigan, que la corresponsal de Clarín recorrió en 2016, poco antes de las elecciones que ganó Donald Trump. Allí se respiraba el abandono, el dolor y la desesperación.
Gina Luster, en una imagen de octubre de 2016. Se enfermó de cáncer por el agua contaminada de Flint. Foto: Barbara Lanata
En este sitio olvidado de la primera potencia del mundo, la gente se enferma, vive y muere envenenada por el agua “potable” que sale de la canilla. Los niños sufren daños cerebrales irreparables. Desde hace años.
Ahora, un acuerdo judicial obligaría al estado de Michigan a pagar indemnizaciones por un monto de 600 millones de dólares, según dejaron trascender abogados que llevaron por años las demandas ante los tribunales.
Gina mostraba entonces dos botellitas que conservaba como un tesoro tenebroso, la muestra de lo que solían tomar día a día: en el agua se veían flotando cantidades de pequeñas partículas de metal oxidado.
Era plomo en el agua, una de las sustancias más devastadoras para el organismo y que, aún sin soluciones a la vista, avanzaba en Flint como “una epidemia silenciosa”.
Durante años, en Flint debían usar botellas de agua mineral hasta para bañarse. Foto: AFP
La ciudad donde nació el cineasta Michael Moore y se hizo famosa al rodarse aquí sus documentales “Roger and me”, “Bowling for Columbine” y “Fahrenheit 9/11”, está 100 km al norte de Detroit. Fue un rico centro automotor, que latía al ritmo de la General Motors, pero la automatización y la debacle de la industria con la crisis de 2008 golpeó a la ciudad, que sufrió un éxodo de habitantes. Pero a ese drama que sufrían también muchas ciudades del “Rust Belt”, o el cinturón industrial de Estados Unidos, a Flint se le sumaba la pesadilla del agua.
Aguas corrosivas
El problema comenzó en 2013, cuando la ciudad cambió la fuente de aprovisionamiento de agua potable, que pasó del lago Hurón al más contaminado Río Flint. La iniciativa, tomada para reducir los gastos municipales, provocó un aumento en los niveles de plomo porque las aguas del río son mucho más corrosivas y desprenden los metales de las cañerías que contaminan el líquido.
Los habitantes detectaron entonces un color extraño en el agua y luego los primeros síntomas: eczemas, pérdida del cabello, de los dientes, de la vista y la memoria, depresión y ansiedad.
“Me dolían los huesos, me sentía mal, cansada, me salían manchas en el cuerpo. Iba al médico y me decían que era stress, me hacían miles de análisis, pero no encontraban nada. A mi hija, que entonces tenía 5 años, le pasaba lo mismo”, relataba Gina en 2016.
“Pero en abril de 2014 colapsé. Perdí 15 kilos en tres meses, parecía un esqueleto, estaba desnutrida, no podía comer, no podía tragar, no podía caminar, temblaba. No podía levantarme de la cama y sentía que me iba a morir”. Poco después le detectaron un quiste en un ovario. Tuvo varias operaciones. La nena, cubierta de ronchas y con dolores en los huesos, ya no iba al jardín, lloraba todo el día. Y estaban cada vez más enfermas. “Sé que moriré de cáncer”, confiaba a esta enviada.
Nayyirah Shariff, líder comunitaria, fue una de las primeras con varias mujeres que hizo denuncias a las autoridades sobre la contaminación del agua, aunque aún no sabían bien qué contenía. Pero era rechazada sistemáticamente por los funcionarios.
“Decían que el agua era apta, que éramos unas histéricas, que no teníamos que alarmar a la comunidad”, relata. Hasta que en 2015 una pediatra, Mona Hanna Atisha, pudo hacer la conexión entre los síntomas y el plomo. Descubrió que, tras el cambio de abastecimiento, los niños de Flint hasta habían triplicado su nivel de plomo en la sangre.
“Cuando me enteré, ese mismo día me fui arrastrando a hacer los análisis a mi hija y tenía 8,5 de plomo en la sangre, una enormidad”, contó Gina. Ella también estaba envenenada.
Estado de emergencia
Después de negar el tema por meses y sólo cuando la evidencia era demoledora, las autoridades comenzaron a preocuparse. El gobernador republicano Rick Snyder declaró en octubre de 2015 el estado de emergencia para poder ocuparse de la zona y también la ciudad.
El entonces presidente Barack Obama la visitó y otorgó consultas médicas gratis para todos los afectados. Se volvió a la fuente de agua original pero las cañerías quedaron corroídas, y años después todavía desprendían el plomo que iba al agua.
En 2016, las huertas de la zona ya no tenían con qué regar y era misión imposible comer verduras. Desconfiada, la gente se alimentab solo con comida chatarra y gaseosas.
Miles de mascotas murieron hasta que se dieron cuenta de que bebían veneno. El gobierno estatal repartía packs de agua mineral gratis en centros comunitarios, pero con eso solo no alcanzaba. Para bañarse, por ejemplo, usaban unas 200 botellitas para llenar la bañadera.
La vida en Flint pasaba por el agua mineral: lavarse los dientes, cocinar, lavar los platos, todo es un trámite complicado. Para el plomo no sirve el agua hervida.
Para Shariff, hay un perfil discriminatorio en este drama. Muchos en Flint sentían que eran “intoxicados porque son pobres”, señala. Esta comunidad, con un 53,3% de afroamericanos, tiene desde hace años un nivel de desempleo y pobreza mayor al promedio del país.
Lo que además enfurecía a los habitantes era que debían pagar impuestos por el agua envenenada. Hasta 250 dólares por mes por algo que no podían usar. Y si no pagaban, muchos perdían las casas. En los barrios más pobres de la ciudad se veían viviendas tapiadas y vacías por todos lados.
Washington, corresponsal
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