Si uno indaga en la historia, hay pocos asesinos galardonados oficialmente como “héroes” por un Estado. Ramón Mercader tiene ese privilegio. En su tumba del cementerio de Kúntsevo, en las afueras
de Moscú, el epitafio lo eleva a “héroe de la Unión Soviética”. ¿Su mérito? Haber matado a León Trotsky, clavándole un piolet en la cabeza. Una muestra de la mordacidad que puede alcanzar el odio contra la disidencia.
La historia de este crimen, como casi todas, tiene detrás una madre. Mercader nunca se hubiese convertido en el asesino de Trotsky si no lo hubiese empujado a esa tarea su madre, la tormentosa Caridad del Río. Esta cubana, de mirada grave y una vida sin concesiones, fue la encargada de reclutarlo para los servicios de operaciones especiales soviéticos.
Caridad, que no quería hacer honor a su nombre, era una implacable militante estalinista que idolatraba tanto al comunismo como odiaba a sus detractores. Trotsky, el líder bolchevique que había acusado a Joseph Stalin de traicionar la Revolución Rusa, se le había clavado en las entrañas. Cuando el alto mando soviético decidió silenciar al fundador del Ejército Rojo, Caridad supo que su hijo estaba destinado a esa tarea.
Caridad provenía de una familia de buenos ingresos y en ese camino se había casado con Pablo Mercader, un empresario textil catalán, muy conservador y devoto. Pero en la intimidad era un hombre amoral que le gustaban los juegos eróticos en prostíbulos oscuros y se enriquecía a costas de otros. Ese círculo de ampulosidad y perversión despertó en Caridad un hondo desprecio por la burguesía española. Harta, rompió con su clase social y se embarcó en el anarquismo. Luego se volcó de lleno a la militancia comunista.
En plena Guerra Civil española se convirtió en una eficiente agente de los servicios NKVD (Comisariado del Pueblo Para Asuntos Internos), la precursora de la KGB soviética. Tenía una relación íntima con el segundo al mando de la agencia en España, Leonid Eitingon, conocido como “el general Kotov”, a cargo de la eliminación de disidentes en el extranjero.
A fines de la década del 30, cuando Adolf Hitler comenzaba su avance sobre Europa del Este, Stalin le dio la orden a Laurenti Beria, el jefe de la NKVD, de eliminar a Trostky, a quien consideraba un “contrarevolucionario”.
Trostky y Stalin eran dos figuras contrapuestas, con orígenes diferentes y con posturas dispares. El primero proponía “la revolución permanente”, el internacionalismo, la lucha contra la burocracia. Stalin reclamaba un Estado comunista fuerte, pero con él como figura central. La muerte de Lenin, en 1924, abrió una brecha y Stalin aprovechó para tomar el poder. Trostky se negó a convocar al Ejército y así evitó otra guerra civil. El precio fue el destierro, y la persecución de familiares y amigos.
Trotsky con Frida Kahlo y Diego Rivera.
Se refugió en Turquía, Francia y Noruega, países que tuvo que abandonar porque sus gobiernos lo consideraban un huésped problemático. Finalmente en 1937 se instaló en México donde el presidente Lázaro Cárdenas le otorgó asilo político.
Las críticas de Trostky enloquecían al poder soviético. Denunció las purgas de Stalin, la persecución y asesinato de opositores, el pacto secreto con Hitler de no agresión y de reparto de Europa del Este.
Desde Moscú, un irritable Stalin acusaba al trotskismo de “transformarse en una pandilla cristalizada, sin principios, integrada por saboteadores, desviacionistas, espías y asesinos”. Trotsky le respondía con el mismo odio, con textos filosos: “La presión de las contradicciones crecientes obligó a Stalin a ampliar constantemente el radio del fraude. La purga sangrienta continúa, sin dar señales de llegar a su fin. La burocracia se devora a sí misma”.
Trotsky en México junto a Alfred Rosmer, Marguerite Rosmer, Natalia Sedova (su segunda esposa). Foto AFP
Trostky se había convertido en un símbolo, y el stalinismo no estaba dispuesto a aceptar la perturbación ideológica que causaban sus textos, lanzados desde la pintoresca casa de Coyoacán, en las afuera de México, donde confluían artistas, intelectuales y políticos. Donde compartía horas y sueños con Frida Kahlo y Diego Rivera.
Moscú había dictado la sentencia y la NKVD la iba a ejecutar. En 1939 se puso en marcha la Operación Utka (pato). Se diseñaron y entrenaron varias células secretas con la misma misión. Una de ellas la integraba Mercader y su madre. Luego se les unió el propio Eitingon, que no dejaba nada librado al azar.
El trabajo de Mercader fue pausado y minucioso. Tenía simpatía, era atractivo, inteligente y hablaba varios idiomas. Caridad sabía elegir a sus agentes. El primer paso fue infiltrarlo en los círculos trotskistas de París. Lo hizo bajo el seudónimo de Jacques Mornard. Enamoró a una joven inocente, Sylvia Agelof, de estrecha cercanía con Trotsky, y que luego se convertiría en su secretaria en México. Así llegó Mercader a la casa de Coyoacán.
Ramón Mercader durante una entrevista ante la Penitenciaria General de México. Foto EFE
Pero el proceso era lento y las autoridades rusas se impacientaban. Hicieron intervenir a otra célula, liderada por el muralista mexicano David Siqueiros, un fiel cuadro del Partido Comunista. Una veintena de hombres bajo su comando ingresó a la casa y ametralló las habitaciones. Fallaron. Trostky se salvó.
Tres meses después le tocaría el turno a Mercader. Convenció a Sylvia Agelof para que le gestionara un encuentro con Trostky, bajo la excusa de mostrarle un documento político. El espía llevaba escondido en su abrigo un cuchillo, una pistola y el famoso piolet, una piqueta de alpinismo muy versátil.
Mercader había cumplido todas las expectativas del sofisticado plan de los servicios soviéticos. Pero llegó a esa instancia muy deteriorado, mentalmente perturbado. Nadie sabe por qué. Tal vez influyó el entorno de Trotsky, o el hecho de tener que asesinar a un símbolo de la revolución.
Lo cierto es que cuando el ex líder del Ejército Rojo se concentró en el documento, Mercader le descargó en la cabeza un golpe fatal con el piolet. Cuenta el escritor Leonardo Padura que el grito de Trostky fue tan desgarrador que estremeció al propio asesino. No murió al instante, y Mercader tampoco se atrevió a rematarlo, pese a que tenía el cuchillo y la pistola.
Los guardaespaldas de Trotsky impidieron la huida del atacante y lo detuvieron. En una calle próxima, en un coche desapercibido, esperaban Caridad y Eitingon. Cuando vieron el revuelo, se marcharon.
Trotsky murió unas doce horas después. Mercader fue sentenciado a 20 años de prisión por la Justicia mexicana. Su madre escapó a Moscú y allí persuadió a las autoridades soviéticas para que le permitan organizar un plan de rescate de su hijo. El intento falló porque México había reforzado la custodia, y el atacante tuvo que cumplir toda la condena.
Algo se había roto en el interior de Mercader. La relación con su madre se fue transformando. El fanatismo de ella por el stalinismo le producía dolor, y hasta resentimiento. Cuando salió de la prisión fue primero a Cuba, después a Praga y finalmente a Moscú. En secreto la NKVD lo elevó de rango y lo condecoró con la Orden de Lenin y la Medalla de Héroe de la URSS.
Caridad también se retiró del espionaje y se estableció en París. De vez en cuando viajaba a la Unión Soviética para visitar a sus hijos.
En su obra sobre Trostky, Julián Gorki cita una entrevista con Enrique Castro Delgado, célebre comunista español que tuvo buenos vínculos con Caridad. Cuenta que después del crimen del líder soviético y decenas de misiones de espionaje, ya no era la misma. Se mostraba crítica con el sistema stalinista. “Tú no conoces como yo a estas gentes. Carecen de alma y de conciencia”, decía. Y la pena que la partía era lo de Mercader. “He hecho de Ramón un asesino”, lanzó. Caridad murió en Francia en 1975. Tenía 82 años.
Mercader, el verdugo, pasó los últimos días de su vida en La Habana. Murió tres años después que su madre, a causa de un cáncer. El brutal crimen lo había cambiado.
Nahum Eitingon, el artífice de la operación, también sufrió la maldición del magnicidio. En 1953, con la muerte de Stalin, se inició una operación de limpieza de la camarilla del NKVD. Eitingon fue acusado de traición y condenado a 12 años de cárcel. Los cumplió íntegramente.
La muerte de Trotsky inició un profundo cisma en el comunismo internacional y fracturó la utopía de la Revolución de Octubre. Una herida que nunca cerró. Aún hoy, ocho décadas después, la división sigue marcando a fuego a los militantes. Aún hoy, el eco del grito final de Trotsky se cuela en los pliegues ideológicos.
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