La orgullosa Buenos Aires está transformada como nunca por estos días. Desde la General Paz hasta el Riachuelo y la orilla gastada del río, donde todo era ruido, tránsito
desbocado y gente de a pie movida por pasos frenéticos –por necesidad o simple inercia-, hoy se imponen largos silencios que amplifican los trinos de los pájaros y los saludos de terraza a balcón. La pandemia nos obligó a cambiar drásticamente la fisonomía de esta urbe que atendía las 24 horas de todos los días. Ahora nos toca aguantar a pie firme y aprovechar la chance de rehacernos puertas adentro y, no bien amaine este temporal de final imprevisible, volver a salir sin pánico sino fortalecidos.
Ya no caben dudas de que integramos el mundo –el de los poderosos y los eternos aspirantes a más, que siempre corremos de atrás-. La parálisis que nos impuso el destino tiene alcances globales y la Buenos Aires que ahora late en sus entrañas no es más una réplica de los que ocurre en Córdoba, Lima, Barcelona, Teherán, Sidney o Iereván. La paciencia es una inestimable aliada para afrontar este desafío. La inmensa mayoría ya entendió que ese es el camino posible para salir indemnes, mientras otros se empecinan en acelerar los tiempos desoyendo los ruegos del sentido común y las insistentes recomendaciones que corean a dúo el Gobierno y la comunidad científica.
Es probable que no haya remedio posible para curar la insensibilidad de esos kamikazes del siglo XXI, convencidos de que el coronavirus no es más que un viento en contra, que ni siquiera los va a rozar en su apresurada fuga hacia ninguna parte. La tragedia de decenas de miles de familias es una señal inequívoca para extremar los cuidados y no embarcarse en patriadas solitarias. Es que en esta prueba de fuego nos salvamos entre todos o tocamos fondo en un naufragio colectivo.
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Clarín
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