La nueva historia de Marcelo Birmajer: Moreno

Durante un instante la palabra relampagueó en mi mente, sobrevolando la madrugada y la duermevela, sin aclararme si era una marca de golosinas o de electrodomésticos; llegué a proponerme salir de

la cama y anotarla en el celular, para descifrarla por la mañana. Pero seguí durmiendo y, al despertar, ya no estaba en mi memoria. Cuando al mediodía, en un audio de Whatsapp, mi antiguo compañero del colegio secundario estatal, Cardomio, me avisó que Ruzel había muerto, supe que era marca de Yo Yó. Me resultó espeluznante, chequeando en la pantalla el link donde se haría el velorio por zoom, descubrir que sí había escrito su apellido en el celular durante el breve insomnio de las tres de la madrugada. ¿Lo había apuntado y no lo recordaba; lo había deletreado sonámbulo, o se había inscripto solo, como esas inferencias cibernéticas que nos envían una canción de Goyeneche luego de que lo mencionamos, como si un ser ubicuo nos escuchara?

En cualquier caso, Ruzel había muerto y me lo había avisado con su último estertor, de cerebro a cerebro. Precisamente, lo recordaba por su capacidad para leer el pensamiento. No murió de coronavirus, sino de esos discretos heraldos negros, tan silenciosos y ominosos como su apellido en mi app de notas: se fue a dormir y no despertó. Vivía solo, en una pensión cerca de Parque Chas, la dueña del lugar llamó a la policía, a los bomberos y a un teléfono del gobierno de la Ciudad: llegaron todos juntos. Confieso que no asistí al velorio por zoom. Hay algo en las ceremonias fúnebres que me impide un buen recuerdo del occiso: prefiero despedirlo en mi memoria. Pero un par de tardes después del velorio, Carmodio me invitó a intercambiar whatsapps sobre el compañero perdido. Cuando un amigo se va, queda un espacio vacío. Pero cuando se va un compañero del secundario, quedan una serie de historias nunca antes reveladas. El intercambio de audios de whatsapp es más íntimo y efectivo que las antiguas conversaciones telefónicas: permiten escuchar detenidamente y pensar la respuesta. Carmodio me envió largas parrafadas, audios de 10 o 15 minutos; apenas acompañé con una o dos preguntas de circunstancia, como para que no pensara que yo me había muerto también.

Ruzel era nuestro telépata. Se había especializado en leer las mentes de los profesores, y adelantarnos el tema que tomarían. A menudo simplemente nos enviaba un machete, en el medio de la prueba, con la respuesta correcta. Eso implicaba que sabía mucho más. Pero nunca hizo alarde de sus poderes ocultos: por el contrario, no utilizó su taumaturgia para ningún otro evento. Lo que a mí me pareció deducir, la única vez que hablamos largo -ninguno de los dos fue al viaje de egresados y nos encontramos de casualidad en el bar de la calle Ayacucho- fue que temía la difusión de sus habilidades, por lo que pudieran ocasionarle de fama e interés de extraños. (¿Quién sabe, de todos modos, si no terminó haciendo uso de su don en la adultez?).

La historia que me contó Carmodio comenzaba en el secundario. A diferencia de Ruzel, Carmodio era un seductor nato. Esa clase de varones que surfean la vida, muy apegados a nada, como en la versión de Raphael de A mi manera: “Jamás, tuve un amor, que para mí fuera importante: corté, solo la flor, y lo mejor, de cada instante”. Las chicas se volvían locas por él. Aunque nuestro colegio era exclusivamente masculino- algo que todavía no termino de explicarme-, las señoritas del establecimiento de enfrente estaban enamoradas (¿será esa la palabra?¿O existe alguna mejor para definir ese anhelo?), de Carmodio. No obstante Melisa tomaba distancia. Mientras el resto de sus compañeras se desesperaban porque Carmodio las sacara a bailar, o invitara al cine, o al recital del dúo Fantasía; Melisa sacaba a pasear su perra, la Loba, hacía gimnasia, se compraba discos con olor a importado de Deep Purple. Era cool, etérea y distraída. ¿Hace falta que lo aclare? Carmodio cayó en un profundo trance por ella, quizás lo más parecido al enamoramiento que haya conocido.

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Así por lo menos me lo definió en un audio de whatsapp de 12 minutos, que escuché con los auriculares (casi le contesto a una trucha que en ese mismo momento yo estaba descabezando). Carmodio apenas si superaba las materias, gracias a los machetes de Ruzel: era uno de esos desinteresados en el asunto escolar, que no sé si hubiera pasado de cuarto a quinto de no ser por la ayuda telepática de nuestro mentalista. Recíprocamente, todo nuestro curso estaba encandilado con Melisa, probablemente Ruzel también.

Por esos días de una prueba decisoria, que definía nuestro último año de secundario (también el último de la dictadura), murió Loba, la perra de Melisa, tan súbita e inesperadamente como vendría a morir Ruzel, más de treinta años después. Los padres de Carmodio le habían ofrecido la quinta familiar para él solo, si superaba el examen. Y Melisa se hallaba en un limbo de duelo: Carmodio le anticipó que la invitaría a la quinta, los dos solos. Ella aceptó.

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Ya no recuerdo cuál era la pregunta de la prueba de Historia argentina, relacionada con junio de 1810, pero sí la respuesta que contrabandeó Ruzel, en dos o tres tiras de papel manuscrito, que a su vez nosotros distribuimos entre los desdichados necesitados de ayuda: Moreno.

La respuesta correcta era Saavedra. No hubo quinta para Carmodio ni romance con Melisa. La dio bien, en marzo, Carmodio, y terminó el colegio. Pero, por lo que me decía ahora en sus whatsapp, nunca se había recuperado de esa invitación frustrada a Melisa. Y creía, además, que Ruzel se la había jugado. Nuestro telépata adolescente, según Carmodio, funcionó como el perro del hortelano: ni podía acercarse a Melisa, ni quiso que nadie se acercara. Así pensó y caviló Carmodio hasta el día del velorio virtual.

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En la catarata de conocidos y recuerdos que convocó el velorio por zoom de Ruzel, Carmodio se enteró de un dato oscuro de Melisa: había enviudado recientemente, por segunda vez, y la acusaban de haber envenenado al marido.

– Moreno -me preguntó Carmodio– ¿No murió envenenado?

– Creo que sí -respondí al instante, googleé, y agregué-: Sí.

– La Loba -me informó Carmodio-, lo supo Ruzel, murió envenenada… Hizo un silencio como para que yo regresara 37 años atrás, viendo a Melisa pasear con su perrita por la avenida Rivadavia, dándole agua de una cantimplora adornada con flores, y regresara a este inhóspito presente.

Remató: – ¿Será que con su respuesta incorrecta, y los hechos que desencadenó, Ruzel me salvó la vida?

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No necesité googlear para especular: – Puede ser.

– Aparentemente, Melisa y Ruzel se vieron clandestinamente durante la cuarentena -cerró Carmodio.

Reflexioné durante un rato largo, y finalmente suspiré por whatsapp: – De algo hay que morir.

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WD

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