La mejor maestra a menudo habita en algún rincón de la memoria y nos visita cada tanto en el recuerdo de los niños que fuimos. Y otras veces está acá,
hablándonos aún hoy, muchos años después, con su letra azul desde una hoja Rivadavia. Y hasta “gritándole” a su alumna desde una posdata escrita de puño y letra: “Debo ser más atenta, NO DEBO DISTRAERME”. Así, en mayúsculas. La carta de la señorita María, de sexto grado, está fechada en la ciudad de Avellaneda, el último día de clase, a modo de despedida. Y dejó en tinta indeleble una serie de consejos que aún sirven para enderezar algunos días que vienen torcidos. Para aquella querida maestra, el éxito en la vidacabía en dos renglones: es lo que había que “estudiar de más” para ganarle a la “fiaca”. Su texto comienza con una premonición: “Aunque no vuelvas a encontrarme ni yo a encontrarte, acuérdate de mí como yo de tí”. La hoja doblada en cuatro sigue ahí, en el primer cajón del ropero, debajo de las medias y los pijamas. ¿Hay acaso algún lugar más personal o íntimo para guardar nuestros secretos? Es que la señorita María nunca ha dejado de ser parte de la cotidianeidad de su alumna. Porque no hay hilo más fuerte que el que ata a una nena de 11 años con una persona que escucha, registra, guía, exige, motiva y le pide que no la olvide. “No dejes nunca de leer por el placer de leer, siempre te ayudará“, rogó al final con su letra cursiva, antes de las “felices vacaciones” y la posdata en mayúsculas. No señorita, cómo desobedecerla. Si hay palabras que a veces hacen saltar las costuras de los renglones.
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