El presidente Fernández (Alberto) revivió un antiguo debate, aún pendiente. ¿El mérito es una virtud de la organización social o un privilegio de algunos sectores que agudiza desarmonías que vienen de
la cuna, mediante la aristocracia del linaje o del dinero?
La meritocracia, su consecuencia en el ejercicio de los poderes públicos o en los negocios privados, ¿impulsa en verdad el progreso social o es una red de sigilos burocráticos cuyo fin encubierto es entorpecer los procesos de transformación social?
El mensaje presidencial quiso dirigirse a las élites históricas del poder (en el gobierno o fuera del mismo), quienes cuentan con más posibilidades de desarrollo y de desempeños exitosos que los menos favorecidos de la pirámide social, sea por falta de peso específico o de influencia de éstos para incorporar sus demandas y necesidades al sistema o por carencias para alcanzar determinados estándares y expectativas del conocimiento.
La traducción es inequívoca: la igualdad de oportunidades es una aspiración constitucional, no un derecho práctico de las personas.
Lo que el presidente Fernández (Alberto) omitió fue que el peronismo originario tuvo su propia saga de méritos y meritocracia que cambió para siempre la composición social argentina a mediados del siglo XX. Suya fue la responsabilidad histórica de promover el ascenso de los antiguos peones de campo, de inmigrantes y criollos con oficios de baja calificación y mal pagos a una categoría naciente que cobraría identidad política: la condición de obrero industrial urbano, asalariado, al cobijo de una red de derechos sociales y de normas redistributivas del ingreso.
Según Félix Luna en su Historia Integral de la Argentina, “en 1949 eran millones los trabajadores que gozaban de acceso a bienes antes inalcanzables. Los omnipotentes sindicatos daban al trabajador común un respaldo nunca soñado: salarios dignos, estabilidad laboral, vacaciones pagas, indemnizaciones por despido, asistencia a través de las obras sociales, aguinaldo, jubilación…”
El trabajo fue así el primer mérito que estableció el peronismo en su agenda. No había dádivas, ni planes, sino empleo creciente y retribución acorde al esfuerzo. Esa “meritocracia obrera” caracterizó las dos primeras experiencias del peronismo en el poder (1946-1951 y 1952-1955)
La movilidad social ascendente fue la consecuencia de un intenso ciclo de transformaciones enmarcado en un acelerado proceso de industrialización. La sidra y el pan dulce de la Fundación Eva Perón resultaron un pintoresquismo, que muchos tacharon de ramplona demagogia, con más poder de metáfora que otra cosa: todos tenían derecho a los brindis.
Sin embargo, esa transformación no se basó sólo en los derechos sociales, la legislación protectora, el rediseño de las arquitecturas laborales y el mayor poder adquisitivo de los salarios. Ese “mérito obrero” se articuló con el acceso a la capacitación de los hijos de las familias trabajadoras, a quienes se les abrieron como nunca antes las puertas de escuelas, públicas y privadas, y los claustros universitarios, sobre todo estos últimos.
Mediante la ley 13.299 de 1948 se creó la Universidad Obrera Nacional, inaugurada en 1952, continuada por Frondizi en 1959, y hasta hoy, como Universidad Tecnológica Nacional.
En la Historia Argentina escrita “en homenaje” al revisionista José María Rosa, Fermín Chávez, en base a datos oficiales, asegura que “hacia 1951 se contabilizan 286 escuelas fábricas, 304 escuelas de aprendizaje y 78 de capacitación profesional de para mujeres”, fenómeno inexistente antes del peronismo. Como consecuencia de esa filosofía educativa “en 1945 existían en el país 15% de analfabetos y en 1955” (cuando derrocan al peronismo), solamente 3%”.
Esos méritos y esa meritocracia tuvieron errores de sesgo totalitario: el adoctrinamiento y la propaganda. Fueron tan nefastos que compitieron con éxito y lograron desmerecer las nuevas virtudes igualitarias.
Los libros escolares con “Evita me ama, Perón me cuida” o la consigna retardataria “alpargatas sí, libros no” no hicieron sino confirmar que el mérito y la meritocracia de los plebeyos era inviable, por intolerancia o por revanchismo, en un país con “cabecitas negras” en ascenso.
El presidente Fernández (Alberto), finalmente, debió cuidar más sus palabras. Seguramente no meditó muy bien esa frase suya acerca de que “lo que nos hace evolucionar o crecer no es verdad que sea el mérito, como nos han hecho creer en los últimos años. El más tonto de los ricos tiene más posibilidades que el más inteligente de los pobres”.
En verdad, fue un misil con destino incierto. Pareció que se dirigió a la quinta “Los Abrojos”, pero ¿quién podría asegurar que no le cabe a cualquier dinastía rica del país, de norte a sur? En particular en el Sur.
Osvaldo Pepe es periodista y licenciado en Ciencia Política.
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